El tiempo pasa rápido, como expondré en otra entrada a continuación. Así que me he permitido versionar una historia que, si no recuerdo mal, me contó alguien con quien polemicé vía blog al inicio de la existencia de este.
Hará unos 2300 años había un culto religioso en la zona de Mesopotamia Norte que creo que el lector conocerá bien por los documentales de la 2. El hermano con el rango más elevado, un tipo de carácter y con malas pulgas era paradójicamente muy amigo de los animales sin pulgas. Estilo a un San Francisco de Asís.
Este buen hombre oficiaba en un chamizo que tenía al lado de su propia casa. Los perros, de agua, no eran problema, estaban todo el día yendo y viniendo al arroyo (a uno de ellos le tirabas la piedra al agua, se sumergía, buceaba y la traía de vuelta). Sin embargo el único gato, un gato de Angola, llamado así porque se lo habían traído específicamente de allí, no se despegaba de él ni de noche ni de día. Se metía entre sus piernas y más de una vez, dos, se tropezó por culpa del dichoso minino.
No hubo tercera. A la segunda lo cogió y, durante los oficios, lo ataba a una de las estacas que sostenía el chamizo.
Al par de años el gato murió y lo sustituyó por otro ... local. Este no era tan andarín pero avisado y avezado como era el clérigo, no dudó en atarlo al palo aquel. Y así se tiró toda su corta vida porque a los tres años, mientras cruzaba la calle, pasó zumbando un Lamborghini y lo atropelló. (No sé si os pueda sonar incoherente algo de la frase anterior pero como es mi historia, el lector tendrá que realizar un esfuerzo de comprensión).
El buen hombre de malas pulgas puso una señal de no poder ir a más de 50 por el poblado y se hizo con otro gato al que también ató. Y eso fue haciendo hasta el día de su muerte que tuvo lugar según evidencias directas e indirectas hace unos 2250 años. Entonces, el que había sido su monaguillo durante casi 6 lustros retomó su labor y lo primero que hizo al reunir a la gente fue atar el gato de turno.
Así, gato a gato, clérigo a clérigo, durante cientos, miles de años, no hubo ceremonia religiosa en la que faltara un gato atado.
Al cabo de todos esos años, teólogos de toda raza aunque un único credo, elaboraron decenas de explicaciones sobre la importancia del gato en su religión y por qué siempre debía haber presente uno y además había que atarlo antes de comenzar y desatarlo al final siguiendo un minucioso procedimiento, so pena de terribles desdichas para el año corriente y dos venideros si no se hacía bien.
Un saludo, Domingo.
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